Hace un par de días me encontré una entrada un poco más larga de lo habitual en el muro de Facebook de Pamela Clare. Cuando la leí, me quedé sobrecogida.
Con motivo del Día Mundial de la Conciencia contra la Agresión Sexual (que en Estados Unidos se celebra a lo largo de todo el mes de abril), Pamela Clare había escrito un emotivo relato autobiográfico en el que nos acerca su propia experiencia como víctima -o como dice ella superviviente- de una violación dándonos el testimonio de cómo la afectó a ella y, sobre todo, demostrándonos que hay vida después de pasar por ello.
Le pedí permiso para traducirlo del inglés y difundirlo en lo posible, algo a lo que accedió con la amabilidad que la caracteriza. Fue así como lo publicamos en el Blog de los Pecados Capitales, donde colaboro una vez a la semana con unas amigas fantásticas.
Dicho esto, os dejo con sus palabras:
Rompe el silencio.
Tenía diez años. Era alta para mi edad y lucía una larga melena rubia que apenas había comenzado a rizarse. Aquel día me acerqué a casa de una amiguita del cole para preguntarle si le apetecía salir a jugar conmigo, pero no estaba en casa. Su padre me abrió la puerta y me dijo que podía esperarla dentro. Entré en la casa sin temor y me senté a esperarla en la agujereada moqueta marrón mientras veía la tele. Emitían el programa musical Soul Train.
Entonces no sabía que acababa de entrar en la guarida de un depredador.
No llevaba mucho tiempo viendo la televisión cuando el padre de Julie me preguntó si quería un bikini de su hija. Me dijo que ella lo regalaba y estaba seguro de que me serviría.
No es que me interesara demasiado, pero él me tentó para que lo aceptara diciéndome que era muy bonito. Estamos hablando del año 1974, los bikinis eran la última moda. Vestir a la moda no estaba entre mis prioridades, aunque tenía un bikini de color rosa que me ponía cuando corría en verano bajo los aspersores de riego del jardín o cuando jugaba con mis hermanos en la piscina. Por fin, y sin sospecha o temor alguno, le respondí que sí, que me encantaría tener ese bikini.
Me invitó a probármelo; solo para asegurarnos de que me servía.
Me levanté y le acompañé al dormitorio. Una vez allí cerré la puerta para disfrutar de cierta privacidad. Me sentí un poco cortada cuando él la abrió al instante, pero no me asusté. A fin de cuentas era un padre. Mi padre me llenaba a veces la bañera y me ayudaba a lavarme el pelo o me tendía la toalla para secarme. Sin embargo, el pudor hizo que me pusiera el bikini lo más rápido que pude.
Pero no fui suficientemente rápida. Cuando quise darme cuenta, él me había puesto las manos encima, las paseaba por todo mi cuerpo.
En ese momento sí tuve miedo, sin embargo no conocía las palabras para describir aquel temor; solo percibía la sensación de que había algo en todo aquello que no era correcto.
Le dije que no quería el bikini, me lo quité, se lo puse en las manos y me volví a cubrir con mi ropa lo más rápido que pude.
Cuando estuve vestida de nuevo ya no tuve miedo. ¡Qué tonta fui!
Salí del cuarto y volví a sentarme frente al televisor para ver bailar a toda aquella gente.
Él se sentó detrás, luego se dejó caer al suelo, a mi lado. Escuché el ruido de una cremallera y aparté la mirada del televisor para ver cómo se abría los pantalones.
Era la primera vez que veía los genitales de un hombre. Me resultaron repulsivos.
De hecho, me parecieron realmente feos; tan repugnantes como aquella vez que vislumbré las entrañas aplastadas de una ardilla que había sido atropellada por un coche en la calle paralela a Martin Park, donde estaba mi colegio.
No voy a entrar en detalles de lo que ocurrió después, porque esto puede caer en manos de algún enfermo pervertido capaz de masturbarse mientras lo lee. No obtendrá esa satisfacción a mi costa. Basta decir que me violó sobre aquella moqueta marrón, entre un televisor en el que salían imágenes de hombres y mujeres bailando, y un sofá sobre el que colgaba un tapiz de terciopelo negro con un asno y un cactus.
Cuando todo acabó, me marché corriendo a casa. Me sentía enferma. No sabía otras palabras para describir lo que acababa de ocurrirme que las que él había usado, y esas palabras era tan groseras que me meterían en un montón de problemas si las repetía. Me aterrorizaban. Creía lo que él me había dicho y estaba convencida de que todo aquello había ocurrido por mi culpa; de que había hecho algo terriblemente malo.
Como tardaba, mi madre estaba preocupada. Todavía hoy dice que se acuerda de ese día; que crucé la puerta y me fui directa al cuarto de baño mientras ella me preguntaba si estaba bien.
No lo estaba. Tardé mucho tiempo en volver a estar bien.
Los niños saben guardar muy bien los secretos, sobre todo cuando temen que revelarlos solo les reportará un castigo. Además, yo tenía más imaginación que el resto de los niños. Podía abstraerme durante horas en las fantasías que poblaban mi mente; castillos, princesas y zapatos de rubí. Nada de brillantes lentejuelas rojas, sino dos rubís de gran tamaño esculpidos en forma de zapatitos de cristal.
Pero lo cierto es que no soñaba durante todo el tiempo.
En mi interior algo gritaba. Eran los gritos que había guardado dentro de mí cuando el padre de Julie me hacía daño; los gritos que había contenido cuando llegué a casa y que pugnaban por salir a la superficie. Aún hoy no estoy segura de que en 1974 hubiera un nombre para eso, aunque ahora se los llama terrores nocturnos.
No puedo decir cuántas veces me vi asaltada por ellos; sigo recordando la sensación de despertarme en mitad de la noche, tan aterrada que temía vomitar sobre la moqueta de mi madre, estremeciéndome de pies a cabeza, presa de un horror anónimo que me sumía en un estado de pánico absoluto. Entonces me acercaba a la habitación de mis padres y me quedaba temblando en la puerta, cegada por las lágrimas, con el miedo envolviéndome como un alambre de espino. En cada una de aquellas ocasiones mi padre se levantaba de la cama, me llevaba a mi dormitorio y se sentaba a mi lado, frotándome la espalda, hasta que dejaba de llorar y lograba volver a dormirme.
Me adapté. Algunas noches conciliaba el sueño imaginando que mis compañeros de clase dormían en catres en mi dormitorio, a mi alrededor. Otras me iba a la cama de mi hermana, que entonces solo tenía ocho años, y me hacía sentir segura. (Ella no lo recuerda, pero yo sí).
Y mi vida cambió también durante el día.
Siempre había sido una niña normal para mi edad, pero en quinto me deprimí tan profundamente que me convertí en la típica criatura a la que todo el mundo intimidaba. Fue horrible. Después de un tiempo, dejé de salir al recreo. Me negaba a jugar con los demás niños lejos de los adultos, no quería que tuvieran la oportunidad de insultarme y maltratarme con sus crueles actitudes.
Sencillamente, hubo un antes y un después.
Una tarde que veía la tele con mi madre, me llamó la atención un programa que creo que se llamaba Un caso de violación. Mi interés venía provocado por la participación de Elizabeth Montgomery, la protagonista de Embrujada, una serie que me gustaba mucho. No sabía de qué iba, pero al observarlo, aprendí una palabra que no conocía hasta entonces. Era la palabra que describía lo que me había ocurrido a mí en aquella sala de la casa de mi amiga.
«Violación».
Se lo conté a mi madre. Como era de esperar, ella se alteró mucho; se enfadó tanto que llegué a lamentar habérselo dicho. Pero mi pesar se acentuó cuando me llevaron a la consulta del pediatra y me examinó un señor que no me dijo lo que estaba haciendo ni por qué. Nadie me explicó nada; solo hablaban como si no estuviera delante, diciendo cosas que no entendía. Para entonces ya había transcurrido casi un año y no había restos probatorios con los que poder presentar una denuncia: ni lesiones, ni heridas, ni semen...
A resultas de lo cual la expresión «violación» fue el catalizador de un silencio todavía más profundo.
Recuerdo lo que pensaba mientras duraba aquel examen. Una idea que atravesaba con fuerza la humillación y la cólera que sentía: «Los hombres solo quieren lo que hay entre mis piernas».
No compartí con nadie aquel razonamiento. Lo guardé en mi interior.
La soledad puede ser cicatrizante. El silencio puede abrir la mente, pero cuando una herida está envuelta en el silencio, en lugar de sanar se enquista. Y la soledad que se produce cuando eres la víctima de un crimen que nadie conoce es devastadora. Yo era la única que realmente sabía lo que me había ocurrido. Todos los demás actuaban como si no hubiera pasado nada y me hacían callar cuando lo mencionaba. Aprendí a no hablar de ello.
Crecí. Superé el acoso, en parte porque nos mudamos a otra localidad. Hice nuevos amigos. Amigos que, como yo, estaban heridos de alguna manera —aunque eso no lo supe hasta mucho después—: una chica a la que su padre acosaba, otra cuyo padrastro le pegaba y un chico gay.
Algunos chicos del colegio me gustaban, pero jamás hablé con ellos. Y cuando llegué al instituto, la mayoría de mis amigas eran sexualmente activas. Yo no, aunque ahora no lo lamento porque, a pesar de lo que piensan los adolescentes, mantener relaciones sexuales en el asiento trasero de un coche o perder la cabeza por un chico con braquets no suele ser la gran experiencia que todos piensan. Recuerdo que una de mis amigas me contaba que tenía que contener las náuseas para chupársela a su novio. No entiendo por qué seguía haciéndolo, pero recuerdo que entonces me pareció burdo y muy poco romántico.
Mi vida dio un vuelco cuando me fui a vivir a Dinamarca. Quería tener novio, pero no podía ser ninguno de los chicos de la pequeña localidad de Colorado en la que vivía. Tenía que ser un hombre de mundo, más interesante que mis compañeros del instituto.
Fue en Dinamarca donde salí de mi caparazón, en su mayor parte gracias a mis padres de intercambio. Ellos hicieron todo lo posible para ayudarme y apuntalar la autoestima de una chica que, era evidente, estaba herida.
«No sabemos qué te ha ocurrido, pero sí que algo está muy mal. Nos limitamos a prestarte todo nuestro apoyo».
Mis cicatrices, tan evidentes incluso para los desconocidos, no eran percibidas por las personas de mi ciudad natal. Extraño, ¿verdad?
Preben, mi padre de acogida, me enlazaba el brazo cuando entrábamos en restaurantes y decía chorradas como, «cada uno de los hombres presentes va a ponerse celoso al ver que salgo con una chica tan guapa».
Al final del primer año que pasé allí tuve un novio… Con él hice el amor por primera vez en mi vida y disfruté de ello. Nunca he dicho que fue allí donde perdí mi virginidad porque, desde el momento en que comprendí lo que eso significaba, sabía que era algo que yo no tenía. Jamás tuve esa sensación de pureza con la que algunas jóvenes llegan a la cama de sus amantes ni pensé que un encuentro sexual pudiera ser algo especial, más allá del placer físico que comparten dos personas.
Pero, ¿adónde se dirige esta historia?
La relación que mantuve en Dinamarca llegó a su fin. Tuve que regresar a Estados Unidos a pesar de que no quería. Cometí el error de casarme y tardé demasiado en divorciarme, desperdiciando diez años de mi vida en una relación estúpida. Finalmente descubrí el periodismo y, sabiendo que tenía que hacer algo con respecto a la violencia de género, canalicé mi trabajo como columnista y reportera en temas relacionados con mujeres.
Y me realicé.
La violación es una cadena perpetua. Si comenzara a enumerar todas las maneras en las que afecta a mi vida haber sido violada, daría para escribir un libro. Omitiré cierto coqueteo con sustancias adictivas, la depresión, las veces que pensé en suicidarme cuando era una preadolescente… Pero quiero dejar constancia de una corta lista porque no creo que la gente comprenda lo profundo que resulta el daño que provoca ese crimen.
La violación me robó cualquier sensación de misterio que pudiera tener el sexo. Pero todavía fue peor que me desvinculara de mi cuerpo, convirtiéndolo en una casa hostil en la que yo no quería estar. Eso tuvo un gran impacto en mí durante mis embarazos y partos, en mi salud, en mi adaptabilidad, en mi ego… Me hizo ser cautelosa y muy desconfiada con los hombres, y las palabras que estoy escribiendo son comedidas. Tengo muchos amigos varones, tipos que sé que jamás atacarían a una mujer; ellos son los que me ayudan incluso cuando lo que necesito es apoyo emocional.
También tuvo su lado positivo. La fuerza que encontré en mi interior se hizo tan grande que quise compartirla con otras mujeres. Era feroz, capaz de derribar paredes, enfrentarse a amenazas de muerte, acosadores, hombres armados… y reírse de todo ello.
En 2006, después de más de una década escribiendo sobre atentados sexuales y maltrato de género en mi columna de opinión del periódico, hice público que era la superviviente de una violación. En 2010 escribí sobre las mujeres que daban a luz en la cárcel inmovilizadas con grilletes a la cama; el artículo sirvió para que se aprobara una enmienda prohibiéndolo. Mi trabajo me valió un importante galardón de la Asociación de los Periodistas de Colorado, Flame Lifetime Achievement Award y, el año pasado, me concedieron el primer premio de la Coalición de Colorado contra las Agresiones Sexuales. Cuando me acerqué al estrado tenía la cabeza llena de palabras significativas que podría haber dicho, pero terminé llorando sin consuelo.
Fue inmensamente gratificante saber que había conseguido algo en la causa que más importancia tiene para mí.
A pesar de no tener pareja, mi vida ha sido plena y satisfactoria. Tengo dos hijos que lo significan todo para mí. Chicos a los que he enseñado a respetar a las mujeres. He escrito incontables artículos y columnas. Soy la autora de trece novelas. Tengo mi casa. Viajo. Me jacto de poseer buenos amigos. Me despierto casi todos los días con una sonrisa en la cara, incluso aunque en mi interior siguen existiendo sombras de las que no puedo desprenderme.
Estoy compartiendo ahora mi experiencia en honor al mes de la Conciencia sobre la Agresión Sexual, con la esperanza de ayudar a otras víctimas de violaciones. Fui testigo de cómo en las elecciones de 2012 los políticos querían quitar contundencia a las penas por violación con frases como «violaciones legítimas». Viví las consecuencias de la violación de Steubenville, cuando los medios de comunicación se topaban con hombres y mujeres que trataban de defender a los violadores culpando a la víctima. Lo mismo ocurrió cuando una estudiante de veintitrés años fue violada hasta la muerte en la India. Voces internacionales condenaron las culturas que permiten estos crímenes y exigieron justicia para las víctimas.
Creo que por fin hemos alcanzado un punto en el que se considera la violación como un delito. Y quiero llegar más allá.
Este mes, por favor, escribid y compartid los hechos que conozcáis sobre crímenes sexuales, violaciones y violencia de género. Salid a la calle y culpad a los violadores, porque nunca una violación es el resultado de la elección de la ropa, lo que bebe o donde está una mujer. El violador es el único culpable. Ellos son depredadores, igual que el hombre que me asaltó, que buscan la oportunidad de atacar.
Dad confianza a las víctimas, aseguradles que sobrevivirán. Decidles que la vida mejora y que sanarán. Que son más fuertes que la persona que les hizo daño y tienen la capacidad de vivir sin aquellos que deberían amarles y protegerles pero les decepcionaron. Hacedles saber que hay luz al final del túnel y que deben recuperar sus cuerpos para encontrar la felicidad.
Rompe el silencio. Denuncia las violaciones.